Dar es dar, dice drepsler.
Acostumbrado a no pedir ganó simpatía de todo aquél que cruzaba su camino. Fue dándose poco a poco, una moneda, un abrigo, un abrazo, un consejo. Anduvo sin camisa después de vestir tribus enteras, con el estómago cada vez más ruidoso se le veía solitario por parques, bajo sol y lluvia, viento, otoño. Dicen que dio sus riñones a un forastero enfermo, un trozo de hígado a su burro hambriento. Pero Santiago, el flacucho ojos vivos nunca pidió a cambio ni las gracias, porque la satisfacción decía es propia del dar. Pasaron sus segundos dieciocho años, sin barba ni pulgares se sentó a respirar bajo un nopal hebreo.
Por la mañana había recolectado armónicas con dientes torpes, así que escogiendo la más vieja comenzó a tocar. Uno, dos, diez; de la melancolía saltó a la tristeza, ningún ritmo parecía escucharse. Lo que sí escuchó fueron unos pasos descalzos, un olor violeta agridulce; era una mujer de cabellos negros enraizados a ojos aún más negros. Ella lo miró con desdicha. Una dama. Él volvió perturbado a su armónica y ella a punto de saltar a la maré cantó. Un suspiro largo con lágrimas entrecortadas era su tono. Santiago, comenzó a rumbear desde muy dentro: frutas secas, suerte, esperanza, iba dando la vida, el corazón, el amor de hombre a mujer que nunca conoció. Y se dio, durmió por siempre al tiempo que la dama retrocedió para seguir andando allí, donde dicen que aún lo hace con tremendo palpitar.
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