jueves, noviembre 06, 2008

Al Bar Tres Gallos.


Pero que vaya despacio, dijo una de las mujeres que se acercaron al taxi. Serían se seten taa pesos, tartamudeó el chofer mientras trataba de mirar más allá de la falda que les llegaba quince dedos arriba de la rodilla. Eran dos y a leguas ninguna era virgen, eran de las que llevan 25 años en la voz y 16 en los ojos. Su cordialidad incitaba a subirlas y conducir despacio por el simple afán de mirarlas, de deleitar y embriagar la mente con deseos propios de una revista, pornografía para inseguros, desilusionados, plantados, enfermos, pubertos, pecadores y taxistas de turno completo.

Soy solamente este cuerpo. La frase de la morena le estremeció cerca de la entrepierna al ritmo que la puerta de su nissan 94 se cerró bruscamente. ¡PAaF! Directo al Bar Tres Gallos. El taxista arrancó y mientras trataba de olfatear su axila para cerciorarse de no oler tan mal, miró el retrovisor. Se rascó la barriga y vio como dos bocas pequeñas se deseaban en un ir y venir de manos, eran miradas inocentes que como camaleón saltaban y arañaban sus ojos grises escondidos detrás de un grueso armazón de plástico negro. Era la falda tan corta, las tres cervezas de la cena y los cabellos rizados los que incitaban a frenar y mirarlas de frente. Esa gargantilla dorada en su cuello delgado; sería sencillo retorcerlo y tomarla completa con una sola mano. Ese anillo de piedras brillosas, esa gargantilla, esa gargantilla de nuevo. Era parecida a la de su esposa Martha que espera en casa con una panza de seis meses, desde que concibieron no han tenido sexo. Lastimas al bebé, refunfuñó mientras se picaba la nariz y miraba aquellas mujeres que como gacelas se perdían entre los reflejos de luces de los demás autos y lámparas agrias de la ciudad. La cama se volvió grande, las noches largas, el colchón que antes albergaba un cuerpo unido, ahora llevaba dos. Ella y El, separados por dos grandes barrigas, el hastío del trabajo, el dolor en los tobillos, antojos y ronquidos. La guitarra en el radio era nefasta por la voz chillona del cantante y ese patético locutor nocturno. El quiso alguna vez trabajar en la radio, directo en la consola con cientos de botones coloridos que pulsar, se figuraba los de los cohetes que van al espacio, pero tuvo que dejar su futuro prometedor para mantener al hijo bastardo de su esposa. Las cosas que deja de hacer uno por amor. Y el retrovisor: ellas. Ya no sólo era coquetería inocente, sino toqueteos. Fijó nuevamente el espejo y se limpió la boca con un pañuelo que más bien olía a tabaco que a loción. Temblaban sus manos hasta tal punto de colocar a su esposa en segundo, que digo segundo, último plano. ¿Y si rodeo la avenida Sforth se darán cuenta? Era el ansia del todo por el mirar, pero ellas podrían darse cuenta y sabrían que algo anda mal, así que mejor bajó la velocidad mientras una detrás de la otra se hablaba con suavidad; se llamaban querida, puta conciencia de mi pesar y esperanza. Y de pronto, el clic que anuncia la liberación de unos tiernos senos que respiran el frío de la ventana, el taxista alza la vista y se levanta un poco del asiento, quiere mirar, entrar al espejo, voltear y voltea; y la vuelta, el semáforo no alcanza el verde y ¡piiiip! Esquiva lo que pudo ser un aparatoso choque. Se limpia el sudor, el susto, y observa como una tersa mano hurga debajo de la falda, lo incita, lo colma y ¡joder! Grita. ¡Un trío! Pero sólo le responde un olor a hierba. Sigue la música en la radio, son las 5:45 en la capital y en ese instante lo sabe, en el sillón de atrás hay un sexo dispuesto a ser ocupado por cualquiera que ostente pecados y fe. 5:45 repiten con voz automatizada, temperatura de diez grados centígrados. Diez, veinte, cincuenta, fahrenheit o celsius que más da, una de ellas resbala sus dedos como si acomodara un montón de hojarascas en un frasco, la muñeca morena se retuerce en lo que ya eran diez dedos bajo el ombligo, olor dulce, sonidos, ¡joder! gritó de nuevo el taxista, seamos tres y que sean diez pesos hasta el Bar.

¿Di eezzz? Dijo la de cabellos rizados cerca de su oído, mientras le humedecía el cuello con su aliento fresco, vos sos lo que no podes tocar. Y date de vivo que has sido testigo, dijo la otra ya sin la falda; y en pleno despegue sacó un instrumento recto, acolchonado de las puntas y con vibración propia. Lo tomó ante la incredulidad del chofer que viraba en la curva con la certidumbre de oír un gemido con la sola compañía de su volante.

Cuando quierassszz…. Suspiro. Jadeo. Brazos. Dientes. Ese cuello. Dos, tres piernas, lo que parecieran diez lenguas en perfecta sincronía danzan alrededor, se envuelven finamente como quienes se conocen de otra vida. El quería ir detrás, sostener y apretar algo más que el estúpido volante, aunque fuera mirar de frente como si comprendiera el amor puro entre dos mujeres. Luz Roja. Paso peatonal. Verde. Pri mee raa… Primera. Clutch, primera y el retrovisor, y la imagen desnuda de un cuerpo carcomido por los excesos, salvado por la fisonomía de un inocente infante. Clutch, se gunda, las notas de un piano aderezan el camino, la maldita hora de nuevo, la voz chillona y el reggaeton que le desesperan tanto como no poder virar la cabeza hacia atrás. Y de pronto lo recuerda, allí esta el anuncio luminoso: la inminente llegada al bar y la rabia de nacer hombre.

Frena. Son Setenta pesos… dijo con coraje y un bulto a estallar. Miró la falda que llegaba nuevamente a quince dedos arriba de la rodilla. Se mordió los labios y echó un escupitajo espeso al piso. Retrovisor: vacío. Y mientras contonean sus delgadas figuras y afilan la sonrisa para entrar al Bar Tres Gallos, prende un cigarrillo; se deleita pensando que pudo cobrar diez pesos, olvidar a su mujer, su panza y su bastardo; olvidar el turno de un taxista en romanza que no tendrá sexo al menos esta noche y en los próximos tres meses.







1 comentario:

Un señor se cayó dijo...

No se si pueda parar de leer, gracias por regalar o prestar estas letras para un excelente rato.

escribes vertiginosamente y da miedo, de nuevo gracias.