viernes, noviembre 07, 2008

...El naranjo sin sal.

Con las semanas subió la marea en sus ojos, la soledad como la luna le permitía desbordarse sin control y mojar la sala, cojines, libros y su delantal. Bastaba sentir que no había nadie más en casa para dejar correr sensaciones que lastiman el pecho y quiebran la voz. El mañana dejó de reflejarse en su espejo y al contrario de meses atrás, detestaba mirase y al instante quedarse de rodillas sobre el piso, buscando consuelo en la oración. Consuelo de idiotas decía su padre, no alivia, calma un rato y desaparece de la misma forma que llegó. Era su vida un húmedo ir y venir, saló el piso, las flores, incluso las comidas que preparaba eran agrias y pastosas. El llanto remplazó pronto la razón, y no hacía más que sentarse bajo el enorme naranjo a orilla del monte. Quiso dormir y ser árbol de hojas verdes en verano, doradas en otoño y permanecer desnuda en invierno.

Esa tarde al regresar con los ojos habitualmente hinchados, pidió a él que apretara la cuerda. La miró y sin siquiera preguntar por sus ojeras y ese salado perfume, ató un fuerte nudo, imaginó que era para cargar la cesta repleta de naranjas, pensó en que la semana siguiente tendrían olor a mermelada perfumando el ambiente, pays, envasados. Naranja. Era un nudo y eso qué, creyó que sólo era un nudo y nunca imaginó que hubiese más, hasta que ella ya no estaba allí, dejó su delantal y sus pies, que seguían colgando luego de una semana. Ya no estaba. Sólo quedó una naranja que rodó por su mano y lanzó para aplastar galaxias de agua que ella creó, que brotaron de sus ojos para inundar otras tierras.

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