—No esperes que te diga algo —susurró su reflejo
en el agua.
El perro alzando las
orejas miró a su alrededor, trató de encontrar a alguien más pero excepto por los
árboles, las rocas y la basura de los lugareños, estaba solo cerca del
charco-laguna.
—Ya
veo —contestó
el perro—. No dirás nada, no lo esperaba, —acentuó moviendo el hocico cerca del
agua.
El aire se sentía
helar, las nubes avanzaban mecánicas, el cielo era una especie de imagen
repetida como si se diera vuelta a la misma cinta una y otra vez.
—Pues sí —volvió a hablar el reflejo—. A
veces este mundo es un aburrimiento.
—No
de este lado —respondió a sí mismo.
—Pues sería fantástico cambiar lugares, aunque ni las
sombras tienen tanta suerte. ¿Ellas, serán inmortales? —preguntó el reflejo.
—Nadie es inmortal a la luz, —se contestó.
El reflejo comenzó a
difuminarse, el agua del charco-laguna se abrió en una especie de remolino y
con ella su memoria giró, (vórtice, el tiempo es apariencia, un montoncito de
reflejos, acaso un lento ciclón que algunos días todo lo agita, dentro). Su
primer recuerdo: el vuelo de una rechoncha torcacita tras los pies de su dueño,
de quien sólo alcanza a rememorar unas botas anchas, de plástico. Su primer
sentir: una mano sobándole la cabeza suavecito, diciéndole algo dulce y
ridículo. Su primer sabor: salado. Su primer sonido: respiración agitada. Su
primer dolor: pisar un torito. ¿Cuántos años tiene? no lo sabe, pero casi
recuerda su primer ladrido mientras en el agua las líneas siguen
multiplicándose, tantas tantas líneas como lunas ha presenciado.
Foto: Bieno