Mi querido bus.
Donde todos bailan al ritmo del mismo bache
Cada mañana espero de diez a quince minutos en la esquina. En una mano sujeto el cambio exacto y mi credencial de la escuela, en la otra mis dedos tamborilean listos para hacer la intempestiva parada al camión que se contonea velozmente por la calle que está a cinco cuadras de mi casa.
La parada del camión. No hay nadie más valiente que los que nos aventuramos a domar esos monstruos mecánicos conducidos por choferes desvelados y apresurados. Tener la suerte de que se detenga no es suficiente, las colonias, que más parecen microcosmos, llenan el bus con solo dos esquinas. Una coreografía permanente de gente subiendo y bajando, dando de caderazos en cada frenón si les toca ir parados.
Subir y encontrar lugar también es un reto, sobre todo si esperas la ruta que llega a las ocho o nueve al centro de la ciudad, y que el asiento este firmemente clavado en el piso es otro punto, allí vamos como en una enorme mecedora que echa humo, dando brincos en los baches que el municipio jura no existen, a dre na li na pura, hay que saberse sujetar para no tumbarse en un tope.
¡Trompas rosas, naranjas, nombres con chinola blanca!, nada parece más representativo de nuestro arte popular que los murales que adornan la parte trasera de los camiones. “Lorenzo” “Mi querida Lupita” “El rey del camino”, se lee en las pared interior junto al chofer que no suelta su coca cola fría ni un instante.
Es un juego de culturas, un abanico de niveles económicos medios, bajos y más bajos: el joven intelectual con su libro de letras pequeñísimas, el albañil que se empina la botellita de mezcal en una bolsa de papel mientras que una señora se persina al pasar frente a la iglesia.
“!Bajan! ¡Suben! ¡No llevas vacas!, los camiones urbanos son el único foro abierto que recorre la ciudad sistemáticamente con su interior a reventar. Algunos hasta se sienten como en casa, juguetean con su nariz, se maquillan, y los más desinhibidos cantan a pecho con la rola estruendosa de su celular.
Hoy, escuché en la radio que habrá un mejor transporte, sin el chocolate Pikolo a dos por cinco pesos, los bolis que subieron, por cierto, a cuatro pesos, y los pays de ex adictos. Un transporte sin los mensajes de amor en los asientos, el olor a hombre y mujer, el chicle que yace eternamente escondido bajo el asiento, hasta que un mala suerte mete la mano de pura casualidad.
Será el nuevo sistema más rápido y mas barato –quiero creer-, solo espero no perder el gusto de viajar en el circense espectáculo, donde todos parecen bailar al ritmo del mismo bache, luego de una dura jornada diaria.
¿Qué pasa por la calle?